«Hasta bastante entrada la madurez no hice nada salvo imaginarme haciendo cosas fuera de mi alcance». Cuando leí esa frase en un ensayo publicado en la Revista Polvo titulado Cómo vencer a la neurosis supe que había encontrado en su autor, Manuel Quaranta, alguien a quien prestarle atención, alguien a quien seguir. No en el sentido que las redes sociales le impusieron al término, sino en uno más elemental: leerlo. Con los años fuimos intercambiando algunos mensajes cada tanto y, un tiempo después, nos conocimos. Asistí a un ciclo de clases performáticas que dio en Azotea, lo vi en la presentación de El mal de Aira, la novela de Andrés Restrepo Gómez, conversamos un par de veces en el Café Martínez de Av. de Mayo y Lima. Una de esas veces me trajo Ensayo sobre todo, su primera antología ensayística, que contiene —como para cerrar bien este primer párrafo— el texto al que aludí al comienzo.

Impreso en su Rosario natal en agosto de dos mil veinticuatro por la editorial Casagrande, el libro tiene ciento sesenta y ocho páginas que reúnen veintidós ensayos. El más largo: trece páginas; el más corto: cuatro. Todos, a excepción de El fascista que estoy siendo, fueron publicados entre mayo de dos mil veintiuno y diciembre de dos mil veintitrés.

Como aproximación a la figura de un autor que se resiste tanto a las etiquetas como al perfilamiento de un posible lector, buenas son las listas.

La primera, la de los medios que difundieron estos textos en su instancia original: Polvo, Perfil, Infobae, Artishock, El ojo del arte y Otra Parte.

La segunda, temática: el deseo, la contemplación, los enemigos del desarrollo cultural (la pedagogía, la pretensión de entendimiento, la predictibilidad, la corrección política, el lenguaje empresarial, la ideología, la victimización), la —ya mencionada— neurosis, el arte contemporáneo, la felicidad, la muerte.

La tercera da cuenta de los nombres propios que, de un modo u otro, aparecen en el libro: Michel Leiris, Martín Kohan, Slavoj Žižek, Franz Kafka, Javier Milei, Damián Tabarovsky, Alan Pauls, Silvia Schwarzböck, Martin Heidegger, Salvador Benesdra, John Carpenter, Henri Fournier, Nietzsche, Kant, Mariano Llinás, Freud, Lacan, Gilles Deleuze, Federico Fellini, Martín Gambarotta, Jacques Derrida, Héctor Libertella, Charly García.

Hecha la presentación general del libro, del autor y de mi situación de lectura, comparto mis notas.

Lo primero que anoté fue una definición del deseo como «la voz del otro en nosotros». A esa imagen Manuel le opone «la obediencia y el regodeo en la espera» (que es siempre solitaria porque lo que se espera, dice, es siempre a uno mismo).

Situación de lectura I

Después reparé en cierta insistencia en el hábito de desaprender la herencia de la cultura que nos educó y nos civilizó, de despojarnos —en la medida de lo posible— de todo el studium, como diría Barthes, con el que cargamos. A la mezcla de cultura e identidad (juicios, prejuicios y mandatos) que nos constituye Manuel la llama, en un inesperado giro marxista no desprovisto de humor, nuestra acumulación originaria. Una acumulación cultural que recomienda rechazar, por estar hecha de determinismos opresivos que nos hacen odiar y temer. Para ilustrar la sugerencia, trae a Masotta: cuando percibimos, antes que cualquier otra cosa, somos un nudo de repugnancias que no hemos puesto en nosotros. Esta será una constante en todo el libro: una selecta curaduría de citas y reflexiones ajenas siempre a mano para valerse de ellas y pensar mejor, para —y esto es algo que particularmente me atrae, tanto de su escritura como de sus ponencias— no pensar solo. Porque Quaranta ve ahí, en la identidad, que es siempre singular, cristalizada en una inmanencia tramposa, al enemigo máximo: eso que creemos propio pero está diseñado desde afuera.

 

Así como el libro salta de un autor a otro, a medida que su autor va hilvanando ideas, así también su suceden y —a veces se— superponen los temas. Uno de ellos es la expectativa en torno al arte, es decir, lo que se espera de ella. Una expectativa que, para Manuel, no provendría tanto del público como del propio campo artístico—cultural. Sería en la oligarquía de la cultura donde se determinarían los consensos de una época, los que, directa o indirectamente, voluntaria o involuntariamente, operarán sobre los artistas y sus procesos creativos. Esto es, ahora, pasado el primer cuarto del siglo veintiuno, muy notorio. Las aspiraciones de los artistas, en parte por la segmentación de los públicos, en parte porque ya nadie puede pensarse por fuera de la lógica del intercambio, en la medida que se trate de artistas que no heredaron fortunas, son cada vez más endogámicas. Siempre tuvieron que optar por vivir de otra cosa o vivir de actividades culturales. No es ninguna novedad señalar que, desde hace más de medio siglo, parecen inclinarse por las vidas culturales (motivo por el cual, cada tanto, aparece algún infiernado que precisamente es noticia por venir de otro lado: Busqued, Ferrari), lo que en parte explica la atomización de los espacios culturales, que ya no son capaces de interpelar a una sociedad cada vez más apática y abúlica. Hay, entre los artistas, entonces, hablando en general, una dependencia de aquellos que pueden pagar los servicios que ofrecen para ganar dinero. Una dependencia económica que, de a poco, y en la medida en que esa misma clase empieza a ocupar espacios de poder en los circuitos del arte (promovidos por los mismos artistas que les dan clases, les publican libros, les organizan muestras) una intoxicación estética. No solo en los productos y servicios de consumo masivo las época fuera una tendencia descendente en cuanto a la calidad.

Situación de lectura II

Volviendo a Manuel, otro elemento que se repite en varios ensayos, casi como declaración de guerra, es un combinado de enemigos: la pedagogía, el anti-intelectualismo, el populismo, el progresismo («la ideología de los privilegiados que reniegan de sus privilegios», dirá el autor; la ideología de la culpa, agrego yo), la —ya mencionada— identidad. Sobre este tema, el de los enemigos, un comentario. Después del psicoanálisis —especialmente después de Carl Jung y sus variaciones sobre la sombra— sabemos que aquello que más repudiamos en le otro, en otro particular (una pareja, un amigo. un familiar) o en un otro general (un partido político, los hinchas de un club de fútbol, la sociedad) también somos, un poco, nosotros. Lo que nos crispa de un afuera que siempre vemos exagerado, desmedido, suele estar, escondido en micro-dosis para que la consciencia no lo perciba —como esos venenos que te matan pero que, administrados en porciones insignificantes, te inmunizan— dentro de nosotros. La contradicción nos habita: rechazamos en el otro aquello que nos constituye.

Por eso, que Manuel se queje, por ejemplo, del rechazo a la complejidad y la ponderación de lo fácil, rápido y ligero, nos habla también, un poco, de su propia escritura. No estoy diciendo que sea fácil, ligera ni superficial; estoy elogiando —aunque no lo parezca— el espíritu divulgatorio que percibo en todas sus intervenciones y que tiene algo (algo, alguito, porque en el esfuerzo por comunicar Manuel no relega su propio deseo) de pedagógico. Cierto es que Manuel no explica nada, y que ese, el de la explicación, es el tipo de pedagogía del que él reniega. Pero la explicativa no es la única pedagogía posible, y la pedagogía, en sí misma, tal vez no sea desdeñable per se: en todo caso es, o podría ser, el empeño por volver comunicable el deseo; cómo transmitir un entusiasmo.

Cierto hermetismo, cierta jerga periodístico–intelectual, parece haberse quedado con el campo cultural e intelectual después de los noventa. Es una de las consecuencias de la profesionalización de la cultura: la creación de un campo más profesional que cultural, más mercantil que intelectual. Es también el caldo del que beben las inteligencias artificiales (informáticas y humanas) cuando quieren escribir sobre arte y cultura. Que la escritura de Manuel sea clara y lúcida, que no le agregue —digamos— una complejidad innecesaria a su discurso, es, para mí, casi un milagro. Porque tiene el valor de la convocatoria: está atravesada por la voluntad de ampliar de las bases, de atraer a las personas a cierto territorio de la cultura, un territorio muy claramente definido en las listas que compartí al inicio de este texto. Y esa avidez, esa voluntad de salir a buscar, ese ímpetu de reclutamiento, es muy valiosa.

Situación de escritura I

Hay una idea que aparece, muy coherente con el espíritu general de la escritura y la manera de pensar a la que somos expuestos en cada ensayo: desatender al valor de lo nuevo. «Importa escribir, o sea pensar, y pensar significa abordar lo ya pensado», dirá Manuel. La sentencia parece ubicarse en el polo opuesto a la máxima aireana según la cual sería conveniente para cualquier artista no atender a lo bueno sino a lo nuevo, buscar la novedad (lectura sugerida: La innovación): hacer algo bien depende de un valor siempre viejo, dice Aira, para quien lo bueno estaría siempre amparado en categorías del pasado ya existentes a la hora de escribir (y, por ende, sin valor). En lo nuevo, para Aira, es donde puede estar lo valioso. Cierto que Manuel habla, en la misma oración, de escribir y pensar, equiparando las prácticas (además de ensayos, Manuel ha escrito novelas pero sobre todo diarios), y que Aira (que también ensaya y no escribe diarios pero en cierto modo sí, como se puede observar en Cómo me reí) habla de la —para resumir— escritura de ficción. Pero de todos modos es una curiosa oposición, porque lo que siempre me importó de Aira, más que sus libros, es su dispositivo de publicación: escribir, publicar, escribir, publicar, escribir, publicar. Un procedimiento al que, hasta ahora, solo le conozco un homólogo: Manuel Quaranta.

A la certeza de que pensar —y, por ende, escribir— sea una manera de abordar lo ya pensado o escrito, Quaranta la termina con una convicción: que lo que uno tenga para aportar acaso no sea más que su particular conjunción de lecturas, o, dicho más fácil, su propia lectura, su modo particular de leer el mundo, que sería lo único que, en su visión, acaso pueda aportar algún matiz —no dirá nuevo, como guiñándole un ojo a Aira, pero sí por lo menos, con suerte— ausente.

Situación de lectura III

Como contracara de la pedagogía, enemigo al que Manuel cada tanto vuelve (como volvemos todos a los nuestros, porque no podemos no volver, porque los llevamos con nosotros, como en esa película tailandesa de terror en la que las personas cargan un demonio encima, solo visible en algunas fotografías), en otro ensayo aparece la cuestión de no entender como condición para entregarse a la experiencia que propone el arte. Las obras por las que siente apego Quaranta son aquellas sobre las que rápidamente es capaz de hablar mucho, muchísimo, sin colmar, esclarecer o agotar su sentido. Las obras de arte que lo interpelan, al parecer, son las que lo motivan a hacer algo, las que le inspiran la acción del pensamiento o, lo que es lo mismo, de la palabra. Si se quiere, es el mismo tipo de reacción que su libro ha motivado en mí. Es por esto que prefiero hablar de entusiasmo y no de deseo, al menos en lo que respecta a mi experiencia de leer a Manuel Quaranta. En los encuentros físicos —sus clases y conferencias— tal vez sea propicio hablar de deseo, porque están los cuerpos, las voces, los gestos. Pero lo que hace Quaranta, por escrito, en esa instancia más privada y solitaria en la que uno se enfrenta a la palabra de otro, es, para mí, escribir el entusiasmo.

Del no entender se vuelve a la idea, ahora más directa, de la pedagogía como un proceso de domesticación que evita el conflicto a la vez que aniquila el deseo: el retorno de la sociedad, dirá Manuel, a la minoría de edad. Pero tal vez, para mí, sea más propicio hablar de una sociedad envejecida, demente y senil, a la que el capitalismo y las democracias se aferran en lugar de empujarla a un cambio que tal vez extinga sus instituciones pero salve a la especie (me viene a la mente el Proyecto de complementación humana de Gendō Ikari en Evangelion, su plan para salvar la especie forzando un salto evolutivo fusionando las mentes conscientes individuales de las personas en una sola entidad, plan que terminaría con la existencia tal como la conocemos y que precisamente por eso no podía desarrollarse sino en secreto, como conspiración). Una sociedad senil, en todos sus estratos, con instituciones cansadas, aletargadas, que saben en el fondo —como lo sabía Gendō — que ya no hay nada que hacer, que la suerte está echada, que la decrepitud y la extinción son irreversibles.

En mi última nota de mi cuaderno, Manuel habla de la importancia de la predisposición del espectador para que se produzca la experiencia artística, aquella actitud que Jorge Romero Brest definía como disponibilidad. Quaranta le añade una condición relativamente novedosa: la repetición. Según esta idea, valdría la pena insistir: ir una, dos, tres veces a ver una muestra; leer una, dos, tres veces el mismo párrafo; ver una, dos, tres veces la misma película. Sin que, en ningún caso, como advierte durante todo el libro, se pretenda entender. Repetir sin entender —o al menos sin pretenderlo— es una manera de ponderar una relativa dificultad. Repetir no es necesariamente complejizar, pero requiere de un cierto compromiso. La promesa de Manuel —la recompensa, que a veces sucede y a veces no— es que todos, incluso los más remolones, los menos avezados, pueden descubrir ahí, en la repetición, lo que el arte tiene para darnos. Es una suerte de optimismo: si uno se predispone a repetir (y a no entender), tarde o temprano, algo pasa.

Y en esa promesa, en ese gesto de volver sin garantías, sin certezas, sin la pretensión de dominar el sentido, se cifra una forma de lealtad. Si repetir es insistir para que algo nos convoque, para que algo nos toque, para que algo que nos sacuda, podríamos preguntarnos, entonces, a qué le estaríamos siendo fieles. En el ensayo La felicidad real, Manuel se hace una pregunta mejor, una pregunta que contiene implícita la respuesta anterior, y que Quaranta sugiere que nos hagamos todos antes de dormir.

«¿Hemos sido fieles a nuestro deseo?»

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