Más de una vez estuve tentado de leer La luz argentina, la tercera novela de César Aira, escrita en 1980 y publicada en 1983 dentro de la colección Capítulo del Centro Editor de América Latina. Por razones que ya olvidé, supe, en esas ocasiones, que esta novela tenía algo especial, distinto. Lo suficiente como para que haya tenido más de una vez el proyecto de leerla. Proyecto que, de más está decir, no se concretó nunca. Hasta ahora.
Con Aira tuve encuentros y desencuentros, idas y vueltas. Leí algunas de sus novelitas, no me convencieron. Después leí una serie, dispersa en tiempo y forma, de ensayos que me parecieron incluso más geniales que Como me reí, esa suerte de diario o crónica personal en la que repasa su juventud en Pringles y la difundida idea, al parecer, de que sus novelas hacen reír. Fui desarrollando, entonces, la cómoda y trillada idea de que me gustaba Aira, en tanto ensayista, pero no me gustaba nada, en tanto novelista. Siempre simpaticé, no obstante, con su estrategia (¿cabrá el término?) de circulación: no dar entrevistas en medios locales (apenas unas pocas afuera), publicar todo lo que escribe, soltar libros como quien se desprende de bostezos, procurando incluso que la obra no pueda compendiarse. Tiempo después entendería que tanto su escritura como su dispositivo de publicación están imbuidos de cierto interés de ir contra la crítica y los comentadores, de volverse inclasificable. De que su obra, viva, sea un manifiesto contra todo aquello que hace de la cultura un siniestro bazar psicológico burgués.
En el medio de todo eso, leí Ars narrativa, ese ensayito (del que sale la cita anterior, justamente) en el que Aira enseña o explica su procedimiento de escritura y lo justifica de una manera tan brillante como inobjetable: su famosa paginita diaria que tan bien marida con aquella cita de Karen Blixen (que sugería escribir sin esperanza y sin desesperación). Después de leer Ars narrativa, como después de leer El concepto de ficción de Saer, perdí cierta inocencia. Se destruyeron algunas ilusiones que, con los años, me había ido haciendo sobre la escritura literaria. No pude seguir escribiendo ni leyendo ni viviendo como escribía, leía o vivía antes de esas (y unas pocas otras) lecturas. Mojones en la vida de uno, digamos: cada cual tendrá los suyos.
La idea del procedimiento empezó a obsesionarme y a formar parte de todos mis proyectos, literarios y no literarios. La convicción de que automatizar los procesos libera la creatividad para lo importante siempre había estado latente en mí, pero no pude expresarla cabalmente hasta después de haber leído Ars narrativa. Este newsletter es, en sí mismo, un procedimiento diseñado cuidadosamente durante medio año y ejecutado, mes a mes, siguiendo un sistema diseñado para leer, subrayar, escribir, compartir y olvidar. Sin hacerme preguntas ni buscar justificaciones. Sin ir más allá mi menos acá. Sin para qué.
Así fui llegando, entonces, ahora, y otra vez sin saber por qué, a La luz argentina. Si hubiera tenido que buscar precio, movilizarme y ejecutar otras acciones intermedias entre la voluntad de lectura y la lectura propiamente dicha tal vez no la hubiera leído. Hay pocos ejemplares dando vueltas, y a precios irracionales: desde setenta mil hasta doscientos cincuenta mil pesos por un librito de menos de cien páginas que cabe en la palma de una mano. Es entendible: hay una única edición. Pero como me conseguí un PDF, la empecé a leer de inmediato, casi sin ganas, después de cierto tiempo sin leer novelas (tiempo que había sido interrumpido –todo tiene que ver con todo– por la repentina adquisición de El mal de Aira, novela del autor colombiano radicado en Argentina Andrés Restrepo Gómez, presentada hace unos meses por Manuel Quaranta (el autor del libro que leí en la edición anterior de este newsletter, que puede leerse aquí) en la librería Pivot. El primer párrafo de La luz argentina me pareció brillante. Las siguientes páginas se me volvieron difusas, dispersas, cansinas, excesivamente literarias. Estuve cerca de abandonar, de ceder ante mis prejuicios: otra novelita del tipo que escribe una página por día; qué genial su procedimiento, qué lástima que no sirva para escribir buenos libros. Etcétera. Aira ya me dio lo mejor que tiene para darme, me dije, como para seguir siendo coherente con cierta idea que me fui haciendo con los años de mí mismo como lector: que no soy un lector de autores sino más bien de obras. Que después de la etapa de formación (en la que leí bastantes obras completas y reunidas) cuando un autor me impacta, me impacta una sola vez. Que no le encuentro mucho sentido, por ejemplo, a leer a Marcelo Cohen después de haber leído Un hombre amable.
Por suerte seguí. Y la lectura de La luz argentina terminó resultando ser una experiencia revolucionaria que puso patas para arriba todas mis creencias, todos mis dogmas. Creí haber entendido algo. Algo que no puedo explicar porque no puede ser, todavía, del todo dicho. Pero algo que, sé, es importante.
Dicho todo esto, habiendo presentado las credenciales que me trajeron hasta acá, y algunas de las cuestiones que orbitaron mi experiencia de lectura, comparto mis notas, con la remota expectativa de transmitir el entusiasmo por algunas ideas que tal vez no estén del todo cerradas, que tal vez no se expongan con la claridad que uno desearía, pero que están, todavía, vivas.
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La luz argentina cuenta un episodio en la vida conyugal de Kitty, una veinteañera diminuta que diseña ropa para el teatro Colón, y Reynaldo, un cuarentón gordo, alto y de leonina y agrisada cabellera, que administra la empresa de un amigo. El de ella es su primer matrimonio; el de él, el cuarto. Reynaldo toma café, vino, fuma y habla (le encanta hablar casi tanto como fumar). Tiene tres hijas, es hijo de un escultor medio loco y es el hombre de las frases: al inventarlas a cada momento siente como si naciera continuamente. Es una mera pasión, una pasión por las frases, una pasión flotante en la vida casi desprovista de persona. Kitty no es inteligente pero hay mucho amor en su distracción: un amor no interrumpido por ninguna pasión. No entiende al tiempo y le echa la culpa a las personas. Saca fotos, casi a escondidas, y las copia. Fue sonámbula toda su vida pero desde que vive con Reynaldo, tuvo cuatro episodios finales, y dejó de serlo. Viven en el último piso de un edificio muy alto, en un pequeño departamento, regalo de bodas de la madre de Kitty, una famosa cantante de ópera que vive en el exterior.

Sobre el final del cuarto año de matrimonio, y sin que lo adviertan hasta el tercer mes, sucede lo que, según el narrador, origina la historia: el embarazo de Kitty. En cierto modo podría decirse que el tema de la novela es ese: cómo transita un embarazo una pareja heterosexual en la Buenos Aires de los años ochenta: cierta ebullición emocional y hormonal, del lado de ella; cierta indiferencia, del lado de él. Volveré sobre este punto más adelante. Por ahora baste decir que usé el potencial porque si uno dijera eso, es decir, que La luz argentina es un libro sobre el embarazo de una pareja porteña y heterosexual de los ochenta, aunque se quedaría corto, en un punto sería lo más “verdadero”. No es fácil explicar esta ambigüedad. Para desanidarla tal vez sea indispensable leer la novela, cosa que recomiendo. Por lo pronto, digamos que el embarazo dispara en Kitty dos fenómenos: 1) la vuelve intranquila, hipersensible, apremiada por hacer cosas que no necesariamente necesita hacer; 2) empieza a vivir una serie de episodios que la apagan: queda como suspendida, en trance, con los ojos muy abiertos y la boca jadeante, durante largos períodos en los que, en general, no habla, y que suelen pasársele al otro día, después de haberse ido a dormir con la ayuda de su marido.
Reynaldo lidia con el primero de los fenómenos yéndose: pasa más tiempo fuera de casa, demora su regreso a la salida del trabajo para tomar algo con un amigo o hacer tertulia en los cafés del barrio; vuelve a la mañana siguiente para ducharse, tomar café y volver a irse. Con el segundo fenómeno lidia –sin tratar de comprenderlo, explicarlo, ni, mucho menos consultando especialistas– a través de la palabra: le habla a Kitty, aunque sepa que no lo escucha: le cuenta historias sin saber bien por qué ni para qué, hablándole, contando, como forma de compañía (algo que al lector, en una primera instancia, lo sorprende: como si alguien, un cónyuge, se pusiera a contarle fábulas a alguien que está sufriendo un ACV en vez de llamar al 911 o pedir un Uber pero luego vislumbra, acepta, que lo que parecía una falta de responsabilidad o una muestra de abandono también puede ser todo lo contrario: el ápice de la compañía, su máxima expresión en acto, en puro presente, que es, en cierto modo, lo que hace la literatura y sobre esto, claro está, volveré, también, más adelante) hasta cambiarla, meterla en la cama, taparla y verla dormir. Después, Reynaldo, sale al balcón a fumar y tomar vino blanco, whisky o café, según la situación, durante toda la noche (con lo que se puede inferir que Reynaldo, durante la mayoría de las noches que se narran en La luz argentina, no duerme).
Pero no todo es realismo y, de hecho, esta larga sinopsis no refleja de ninguna manera ni el espíritu de la novela ni la experiencia de leerla. La situación narrativa que guía la lectura está definida, en parte, por lo que, desde el punto de vista técnico, podríamos llamar contexto: una epidemia de cortes de luz que se intensifica desde el embarazo de Kitty; un clúster de elementos un tanto disparatados (un meteorito, el portero del edificio del departamento de la pareja que, cuando no hay electricidad, sube a los vecinos por el ascensor mediante un sistema de poleas tracción a sangre, una semana completa de relámpagos y truenos –por el ruido, las radios dejan de transmitir, la televisión pasa cine mudo– que se vuelve noticia mundial y atrae a las élites del mundo a visitar la ciudad hasta la tormenta final); el misterio que envuelve a la coincidencia entre el embrazo de Kitty y el hecho de que sus episodios de trance y confusión se disparen con cada corte de luz.
Si para el narrador es el embarazo de Kitty lo que origina la historia, esto último, es, para mí, lo que la justifica: la tensión, el misterio que se va instalando de a poco. Porque no se advierte de entrada la coincidencia entre los cortes de luz y los tránsitos de Kitty. Se va evidenciando de a poco. Es el hecho de que cada vez que se corte la luz le suceda a Kitty lo que le sucede (con dos agravantes: en uno Kitty parece trasladarse a la velocidad de la luz de un lugar a otro de la casa; en otro, cuando el corte de luz sucede fuera del departamento, a Kitty no le pasa nada) lo que –más allá de la escritura de Aira, de la que, también, hablaré más adelante– lo que hace que uno quiera seguir leyendo: el motor de una resolución que, como aprendió definitivamente la industria de las series después de Lost, no requiere de ninguna resolución pero del que a la vez, para mantener al espectador en gerundio, no puede, del todo, prescindirse.

Adelanté, hace un rato, que me ocuparía más adelante del embarazo, en la novela, en tanto experiencia compartida en una pareja heterosexual. Eese más adelante ya es ahora. Porque si el misterio y la tensión que genera la sospecha creciente de un vínculo, una relación de causa y efecto entre los cortes de luz, el embarazo de Kitty y sus episodios, son uno de los motores tanto de la novela como de su lectura, el otro gran atractivo de La luz argentina (además de la escritura de Aira, insisto, de la que ya hablaré) es el modo en que ambos, Kitty y Reynaldo, transitan no solo esas misteriosas secuencias sino el embarazo en sí, en tanto episodio de una vida compartida, de una existencia de a dos.
Este modo puede resumirse en una secuencia: Kitty llora, sufre y expresa una inadecuación total hacia el mero hecho de existir; Reynaldo habla. Cuando Kitty está pausada Reynaldo le da de comer, la desviste, la viste, la acuesta, la arropa pero, sobre todo, le habla. Cuando Kitty estalla en rabia, llanto o impaciencia, Reynaldo le habla. Le habla todo el tiempo. Le cuenta historias, recuerdos, fábulas o, simplemente, ideas, fragmentos de historias, un modo de proceder que tiene su espejo en el propio narrador, que más de una vez bifurca la trama principal para contar (a veces en boca de Reynaldo, a veces no) la trama de los capítulos de una serie televisada, la sinopsis de una película policial, una fábula zen.
Para animarla le mostró los pescados que traía.
–No tengo hambre.
–Pero lo tendrás más tarde.
–Más tarde voy a llorar.
Pero no quiero desviarme hacia esa zona. No todavía. Kitty, decía, durante sus episodios, cuando recupera el habla sin poder estar, todavía, en sí misma, expresa una incomodidad vital transmutada en diversas sensaciones, todas negativas, que a veces toman la forma del mundo exterior (los cortes de luz presagian tragedias por venir, el tiempo no alcanza), a veces se expresan en términos individuales (la estúpida necesidad de hacer un vestido rojo, una suerte de aburrimiento crónico, la sensación de estar loca y completamente sola, el miedo a la oscuridad), y otras veces terminan cayendo sobre su marido (¡Sos un hiperintelectual!), que no la entiende ni nunca la va entender.
–¿Y yo?, dice Reynaldo.
–¡A vos no te importa, nunca te importó nada! Estoy completamente sola.
–No es cierto. Quizás te confunda ese fondo de indiferencia que es característico del amor, y que lo vuelve tan distinto de las relaciones familiares, en las que precisamente nunca hay amor…
–Pero vos no me amás, lo interrumpió ella.
Aira es un escritor (hombre, blanco, heterosexual). Su narrador también. Reynaldo, su personaje, aunque no es escritor, es el hombre de las frases. Y yo, que estoy comentando el libro, soy un hombre blanco heterosexual que dedicó gran parte de su vida a la escritura. Lo que sigue tal vez esté imbuido de esta masculinidad literaria a la cuarta potencia. Pero esa no es razón para no decirlo.
Hay, para mí, en esta novela, además de todo lo dicho, un fresco imperecedero e instantáneo del vínculo de pareja heterosexual con cierto tipo de hombre con el que me identifico. Algo que no sé si atañe a otras masculinidades no vinculadas con la literatura o si atañe, por ejemplo, a otras literalidades no vinculadas a la masculinidad. Desconozco si esto le sucede también a otras personas, cualquieras sean sus relaciones sexoafectivas y sus pasatiempos. Por eso, sea como fuere, voy a expresarlo así: siempre sentí que la literatura, en algún punto, funcionaba como una competencia para muchas de mis relaciones: familia, amigos, colegas y –sobre todo– parejas. Orbita, alrededor de mi relación con la lectoescritura, una suerte de malentendido que vi muy claramente representado en La luz argentina. Un malentendido que pone en riesgo, con nimiedades domésticas, lo más valioso de una relación amorosa: ese fondo de indiferencia al que alude Reynaldo, que muchas veces puede ser visto por la pareja, los amigos y la familia, tal como le sucede a Kitty respecto de Reynaldo, como desinterés.
Recordemos que el narrador ya había definido a Reynaldo como una pasión desprovista de persona. Esta es la definición más clara que he leído para un cierto tipo de hombre que no sabía que existía y con el que, repito, me identifico. Yo siempre había creído que, si me comparaba con otras masculinidades, era un tipo desapasionado. Y así, aunque no sin un dejo de inadecuación, me definía. Yo sabía, en mi fuero íntimo, que eso no era del todo cierto. Pero era la mejor manera que había encontrado para pensarme. Ahora sé que no. Que soy una clase de hombre que, al menos en la literatura, existe: una pasión sin cuerpo o, mejor, una pasión transmutada en ese otro sin cuerpo que es la palabra, la voz.

En Lacan, la voz aparece como una de las causas del deseo: lo que del otro queda en mí. Una emisión modulada por el Otro, por el lenguaje, por la demanda y el deseo ajeno.
En La voz y nada más Mladen Dolar define la voz como algo que es del cuerpo pero no plenamente corporal, algo que es del sentido pero no plenamente significativo. La voz es lo que queda entre el cuerpo y el lenguaje: una de las formas en que el Otro habita en nosotros. Es una zona donde el sujeto no se pertenece por completo. Es el lugar donde el lenguaje nos usa para hablar (y no al revés).
La literatura es el arte de prestar el cuerpo a una voz que no es solo propia, y trabajarla hasta que pueda materializarse, hasta que pueda volverse mundo. Escribir es sostener una relación intensa con un Otro Universal (el pasado, la literatura en tanto institución, todo lo leído, escuchado y experimentado en una vida y más) que a veces deja en segundo plano al Otro Particular. No por indiferencia, sino porque el lenguaje así experimentado, saí vivido, demanda un tipo de atención que no se puede compartir completamente.
El escritor escucha esa voz y decide (no puede no decidir) alojarla, darle forma, cuerpo y ritmo. Es alguien que se presta a ser vehículo de una alteridad que lo atraviesa. En esta medida, escribir se convierte en una forma de hospitalidad hacia el Otro Universal –que a veces puede contener al Otro Particular, y a veces no–, y también, precisamente por eso, en una cierta desposesión del yo.
Por eso la escritura, la literatura, compite con la vida social del escritor: no por misantropía, sino porque su atención está puesta en un tipo de relación diferente con el Otro. Mientras el vínculo civil se da con otros concretos (pareja, familia, amigos, colegas), el vínculo literario se da con un otro sin rostro, universal, que habla desde los pliegues del lenguaje, desde la memoria de la especie y el inconsciente colectivo. El escritor vive en tensión entre esos dos modos de estar en el mundo y de ahí sale la clásica imagen del escritor distraído, del escritor ausente de los vínculos emocionales, del escritor como alguien a quien nada ni nadie le importa verdaderamente, alguien a quien nada ni nadie lo afecta. Es entendible: la pasión por la palabra, atraviesa y modifica su forma de relación con el Otro Particular. Esto explica que el escritor suela tener especial afecto por aquellas personas que, como dijo Zerallayán en el Posfacio con deudas a La obsesión del espacio, son hablados por la poesía. También explica, en parte, que al escritor le cueste tanto satisfacer las demandas de amigos, familiares y parejas, casi tanto como explicar su manera singular de amar.
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Si el misterio que abre la coincidencia entre los cortes de luz y los ataques de Kitty es un primer motor de lectura, y la relación entre ella y Reynaldo, especialmente en torno a lo que dispara en ellos el embarazo, atravesando la inevitable distancia entre los géneros, es el segundo, el tercero, como ya anticipé, es la escritura en sí misma de Aira o, al menos, la escritura de este Aira, el que escribió La luz argentina.
¿Cómo abordar esta cuestión tan caprichosa? ¿Cómo explicar lo que se quiere decir cuando se dice, por ejemplo, que una escritura lleva, conduce al lector en su propia lectura, en sus ganas de seguir leyendo, sin que eso se confunda con nociones tan imprecisas como las de trama, forma, estilo u oficio? Una manera sería, por ejemplo, una lista: ¿qué escrituras tienen eso? Y entonces, los nombres propio. Pero no sirve. Porque para que una lista así signifique algo, el lector no solo debería haber leído a todos los escritores de la lista sino, además, haber detectado, entre ellos, algo en común que sea exactamente lo mismo a lo que yo me refiero. No es suficiente. Nada es suficiente para aproximarse del todo a algo que no puede ser dicho o que, al menos, yo, de momento, no soy capaz de decir pero que, no obstante, puedo condensar en un nombre, reducir la lista a un único autor que, en tanto narrador, me produjo un impacto muy parecido en calidad e intensidad, al que me produjo esta novela de Aira: Marcelo Cohen.
En La luz argentina, Aira (como Cohen en el ya mencionado Un hombre amable) escribe en una equidistancia entre ficción, biografía, trama, misterio, ensayo y crónica que se traduce en una libertad que no alcanzará jamás ninguna técnica u oficio y que se vincula más con la desmesura, el capricho, el arbitrio de una voluntad compulsiva: escribir, no –solo– para hacer obra, sino –sobre todo– para seguir escribiendo. Incluso esto podría explicar el impacto irregular en mi lectura de estos autores al que me refería al inicio: la primera obra que leo me impacta de una manera que luego, si sigo leyéndolos, no se repite.
Acaso quepa un párrafo más para abordar esta cuestión tan delicada como elusiva. Un párrafo más para hacer doble clic en esta afinidad entre Cohen y Aira que me sobrevino al leer La luz argentina: una suerte de neutralidad anímica o emocional que me transmiten sus escrituras y que me deja, al cabo de leerlos, en un estado de apertura personal que no recuerdo que me haya sucedido con otros autores. Si cuando uno lee a Onetti sale abatido, si cuando uno lee a Briante sale angustiado, si cuando uno lee a Saer sale con ganas de escribir, si cuando uno lee a Laiseca sale revitalizado, cuando uno lee a Cohen (o al Cohen de Un hombre amable, al menos) y cuando uno lee a Aira (al Aira de La luz argentina, al menos), sale más abierto, más tolerante, más indulgente, acaso más –con el debido perdón de la palabra– empático. Mejor persona. O al menos con el influjo de serlo, que no es poco. Más comprensivo con los amigos, con la familia, con las parejas. Con uno mismo, incluso, y su circunstancia. Como si algo importante, muy importante pero no atendible, no entendible, no plausible de ser dicho, sino algo más bien del orden de lo experiencial, vinculado a la vida, al mero hecho de existir, hubiera sido revelado.

Cierta aura “de culto” ha envuelto a La luz argentina. Algunos críticos la han definido como una novela de transición hacia lo que luego llamarían, en referencia a las posteriores (que suceden en el barrio de Flores, donde vive Aira hace años) la serie urbana; una suerte de mojón que separa su obra previa, de tintes rurales (Moreira, escrita en 1975 pero publicada en 1982, y Ema la cautiva, escrita en 1978 y publicada en 1981) de todo lo que vendría después. También se dice que Aira tiene cierto interés en que no se reedite.
No sé si hay razones suficientes para convertir a La luz argentina en una novela de culto. Pero sí he comprobado dos vectores que remiten al resto de la obra de su autor: 1) muchos elementos clásicos del lore aireano (el Genji Monogatari, el zen, los cuentos de hadas, la idea de que los dibujos animados y los comics pueden tener más que ver con la literatura que la propia literatura, la novela y el arte de narrar como una forma de darle sentido a la existencia); 2) que la novela, quiero decir, La luz argentina, es, a la vez, práctica y teoría aireana: narración, meta–narración y teoría en acto, tan en acto que prefigura con impactante elocuencia, sobre todo hacia el final, el procedimiento que, catorce años después, Aira desarrollaría en Ars narrativa, el ya mencionado artículo, publicado en 1994 en la revista Criterion y luego compilado en La ola que lee (2021, Literatura Random House).
En un primer nivel, la estructura de la novela se define así: empieza y termina con teoría. Hilvana aproximaciones acerca de la relación entre vida y relato, dejando en claro desde el principio, desde el primer párrafo, que hay una hipótesis:
En el otoño, cuando Kitty quedó embarazada, ni el aire ni el mundo alteraron su transparencia, pero alrededor de ella aparecieron signos lívidos, veloces unos, arrojados con fuerza sobrehumana, otros suspendidos como aureolas, todos con algo de imperceptible a simple vista a tal punto que exigían la presencia de un ojo ultrasensible, o una memoria novelística, organizadora, y todos inquietantes; eran indicios de una trama anticuada, gótica, donde las sombras ocultaban temores, señales de un pánico siempre alejado y por ello más amenazante, que le hicieron pensar a su esposo que el destino; teatralmente, daba vuelta muy despacio, con movimientos terroríficos, la inocente frivolidad en la que habían vivido hasta ahora. Claro que él sabía que tal cosa era imposible: la vida semiociosa, desgajada de la naturaleza, el medio post–capitalista del que habían hecho su morada y santuario, les prohibían, con el veto del absurdo, toda seriedad. Se verían limitados, hasta que fueran viejos y se murieran, a representar los apólogos de la indiferencia, ni siquiera novelas, menos que fábulas: historietas, dibujos animados.
En el medio, aparece esto:
En esas ocasiones recurría a meticulosos discursos que eran cuentos; los improvisaba a partir de frases de conversaciones del pasado, fantasías olvidadas, y los ampliaba indefinidamente, poniendo menos énfasis en el infinito que en las modulaciones de la estética indefinida, ya que la única función de la voz era no interrumpirse en tanto Kitty siguiera despierta. Ella era la causa eficiente de su literatura, pero sólo en tanto la invadía el sueño. Una joven adormecida vencía a la insomne Minerva de la histeria, y hasta a su lechuza de ojos redondos. Reynaldo, que aborrecía el dadaísmo, tomaba las mayores precauciones para mantener las conexiones clásicas de los relatos, aunque no estaba seguro de que ella oyera; de hecho, fue esa exigencia de orden lo que le hizo elegir el género narrativo y no las descripciones de paisajes, tan connaturales a su disposición mental, en las que su voz magnífica habría podido extenderse, noches enteras, en una verdadera agrimensura miliunauchesca. Pero recurrir a los paisajes hablados habría sido demasiado fácil, y no quería concederse el antecedente tranquilizador del diagnóstico ya que en realidad ignoraba lo que le había sucedido o sucedía a Kitty. Al imponer su logos articulado como dormitivo nada hacía en específico, ni siquiera psicoanálisis; se mantenía en lo indefinido de la mera acción. Mientras no entendiera el mecanismo de Kitty no era un terapeuta, ni quien simulaba. Actuar con perfección, como un gran terapeuta, le parecía una infracción al juego limpio —ya que se trataba de un juego limpio además de simple: a cara o seca, vigilia y sueño, y su rivalidad. Por eso nunca se negaba la comodidad de la estructuración. Cuando hablaba de la maldad utilizaba argumentos que pudieran perturbar la conciencia de Kitty, aun en el estado en que se encontraba, cueros de sueños malignos, aunque más no fuera por su infinita catalización, a la que sólo el adormecimiento pusiera fin.
Y hacia el final, la hipótesis se resuelve bajo la forma –por entonces– metafórica del acto de fumar:
Todo lo cual quiere decir, en una palabra, que el mundo es calma. Los hombres no pueden hacer nada al respecto, de hecho ya han caído fuera del mundo, por la fuerza misma de la indiferencia que los constituye, de la distracción que los hace humanos, de la futilidad que los coloca en un sitio cualquiera de la intrincada superficie del mundo. Sólo pueden reconocer el azar fabuloso que los ha hecho estar allí donde están.
Dos interrupciones operan sobre esta calma: la clásica es la pasión. El multiplicador de pasiones es la literatura. Desde el alba de la civilización las pasiones han sido siempre nuevas, por lo tanto ficticias. La pasión presupone la existencia de un héroe, o un personaje por lo menos, y luego de una situación. ¿Pero cómo podría haber una situación menor que el mundo entero? Es preciso representarla como un resumen, breve y seco.
La interrupción moderna es la repetición. La repetición es una insistencia en las totalidades parciales de la belleza o la sexualidad.
Pero hay un momento posterior a lo moderno, y en eso estamos. Aquí la pasión se vuelve una gran indiferencia novedosa, y la repetición una cadena.
Esa cadena es el simple placer de fumar. No sería imposible rastrearlo, generación tras generación, hasta el principio de los tiempos. Suele decirse que el hombre que fuma se aísla de lo que estaba rodeándolo hasta el instante anterior. Entonces queda eslabonado a su padre y a su hijo, y a nada más.
En el medio de todo esto, como si no importara demasiado, casi como si fuera un pretexto, una historia tan indiferente como intercambiable por cualquier otra, está la novela: los cortes de luz, la semana de relámpagos y truenos, el embarazo de Kitty, los ataques de Kitty, su relación con Reynaldo.
Nada de esto se resuelve.
En un segundo nivel está la novela en sí misma, en tanto dispositivo narrativo: un narrador en tercera persona que narra desde un personaje, Reynaldo, que no duda en dispersarse en otros relatos tanto cuando narra (ideas, ensayitos sobre la literatura y el arte del relato, tramas de películas) como cuando habita a Reynaldo que, como ya se dijo, se deja hablar para distraer o acompañar a Kitty durante sus episodios: un meta–dispositivo narrativo dentro de la propia novela, sin principio ni fin; un discurso incesante que hilvana tramas, ideas e historias cuya única finalidad es no interrumpirse mientras Kitty esté despierta. Su función no es semántica, no está destinada a significar ni transmitir sentido, sino temporal: mantener viva una voz que siga contando. Los relatos de Reynaldo son un modelo en miniatura de la narración no solo de La luz argentina sino de toda la obra aireana y de la literatura misma. También son, de alguna manera, un manifiesto sobre la importancia del relato en la vida humana: Reynaldo habla para contar y contar es lo que le permite existir, seguir existiendo, atravesar los misteriosos episodios de su esposa acompañándola, hasta pasar la noche –no en vano Aira, en la segunda cita teórica, alude a Sherezade–. Narrar para no morir o no enloquecer. Narrar para sobrevivir.
En el tercer nivel, está la propia teoría narrativa que propone la novela en sus pasajes más ensayísticos: una auténtica metafísica del relato.
El mundo, dice Aira, es calma, indiferencia, monotonía. La literatura aparece como la interrupción de esa calma: primero como pasión (el impulso originario del relato, que, en la narración clásica, organiza la vida como conflicto, deseo, tensión), luego como repetición (el gesto moderno que reemplaza la pasión por la insistencia mecánica, la variación mínima) y, finalmente, en la era posmoderna, como la propia indiferencia. La pasión se transforma en una gran indiferencia novedosa que se repite en cadena, una acción mínima, automática, que no busca nada y sin embargo se repite con sentido ritual sin expresar ni pasión ni diferencia sino una pura continuidad vacía que en la novela aparece, como ya se dijo, bajo la forma del acto de fumar.
Lo que en La luz argentina se metamorfosea tempranamente en el acto de fumar, catorce años después, en Ars narrariva, será la invención del procedimiento narrativo: si el mundo es indiferente, el único modo de interrumpirlo (superado, olvidado, vuelto inútil e imposible tanto lo clásico como lo moderno) es devolviéndole su propia indiferencia como forma, transformándola en procedimiento.
El relato, parece decir Aira tanto en la novela como en el ensayo, ya no representa el mundo; lo interrumpe para prolongarlo en su propia indiferencia. La literatura ya no puede oponerse al sinsentido con el sentido sino –apenas– con el movimiento mismo del lenguaje, que es lo único que hace sentido.
Ya no hay afuera del arte. Ya no hay mito o acontecimiento que narrar. El relato se convierte en una máquina de su propia continuidad. El arte narrativo sobrevive al agotamiento de su función representativa convirtiéndose en su propia función. Narrar, entonces, es narrar que se narra.
Lo que el relato viene a interrumpir ya no es el mundo sino la indiferencia del mundo. Y no se interrumpe con la obra en tanto artefacto cultural (no importa, ya, y nunca importó, tal vez, ni lo escrito ni lo leído) sino con la narración en acto, que –a diferencia de la poesía, por ejemplo– es siempre gerundia: estar leyendo, estar escribiendo, estar contando. Un tipo de arte, el del relato, que requiere de la continuidad.
Es el relato en tanto gerundio, estar escribiendo o estar leyendo –y por eso importa el procedimiento, porque permite prolongar el gerundio, estirar una acción para que no termine nunca–, lo que interrumpe la indiferencia con la propia indiferencia (ese fondo de indiferencia que es característico del amor). Es el relato –estar leyendo o estar escribiendo–lo que rescata a la especie de su inevitable apología de la indiferencia, es la literatura, vaciada de toda pretensión de sentido, la única que puede producirlo. Quien está leyendo, quien está escribiendo, como quien fuma, se aísla de lo que estaba rodeándolo hasta el instante anterior y, entonces, queda eslabonado a la especie.
Tal vez por eso la figura de Reynaldo (como el Dainez de Cohen) resulta tan inolvidable: porque encarna, catorce años antes de que Aira la escriba, su ontología del relato: le pone una voz y un cuerpo al procedimiento narrativo. Su pasión desprovista de persona, esa pasión que se vuelve frases y que él mismo vive como una forma de nacer continuamente, no es otra cosa que el cuerpo prestado a una cadena que lo excede. Cuando habla para no interrumpirse junto a la cama de Kitty, cuando –más que hablar– se deja hablar, Reynaldo es prueba de que el procedimiento no es solo una técnica de organización del tiempo, sino la forma concreta que toma la voz del Otro Universal cuando encuentra a alguien dispuesto a alojarla. En La luz argentina esa forma aparece como teoría del relato y como el acto de fumar; en Ars narrativa se condensará en la idea de procedimiento. En ambos casos se trata de lo mismo: una vida que acepta ser atravesada por una voz que no le pertenece del todo y que, sin embargo, es la única capaz de arrancarla, aunque sea por un rato, de la indiferencia generalizada. Y eso, como cuando Reynaldo se deja hablar durante los ataques de Kitty, ocupado apenas en prolongar esa voz, aunque lo separe de la especie, lo aísle (como a quien fuma) y lo vuelva, a los ojos de Kitty, indiferente, tal vez no sea ni indiferencia ni soberbia sino –nada más y nada menos que– una forma del amor.

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